El reclamo de residentes, concurrentes y enfermeros desnuda el problema estructural de la Ciudad. La atención en los hospitales públicos se torna una misión casi imposible en la ciudad más rica. El gobierno de Larreta deja al descubierto la mirada de desprecio hacia lo público.
La lucha permanente de los trabajadores de la salud en la Ciudad de Buenos Aires se sostiene desde hace nueve semanas. Médicos, trabajadores sociales, psicólogos y enfermeros, entre otros, llevan más de dos meses con movilizaciones, paros, sentadas y encuentros con el objetivo de conseguir una recomposición salarial y mejorar las condiciones laborales. El reclamo, en paralelo, desnuda las falencias de una estructura sanitaria colapsada, con guardias que no dan abasto, pacientes que se acumulan como ganado en los pasillos y profesionales que comienzan a fugarse al sector privado, o bien, directamente prefieren dedicarse a otros rubros. A este ritmo, no hay termómetro que aguante: llegará el momento en que nadie quiera dedicarse a la salud, pero en el gobierno porteño continúa el silencio.
“Este es un conflicto particular porque participan absolutamente todos los gremios. En la semana se notará a partir de nuevas medidas de fuerza. La situación de los hospitales viene para atrás desde hace tiempo”, señala Héctor Ortiz, dirigente estatal de ATE-Capital y referente Agrupación Hospitales de la Ciudad de Buenos Aires, para caracterizar a uno de los reclamos más significativos del sector durante la última década.
Trabajadores que durante la pandemia eran considerados “esenciales”, en el presente se convirtieron en “descartables”. Una posibilidad que tenía el gobierno porteño de revalorizar la salud pública y fue desperdiciada. “El problema estructural es que el gobierno de la Ciudad tiene una mirada de desprecio hacia lo público. Se ve en salud, pero también se advierte en educación. Lo ven como un gasto, como algo prescindible; no lo definen como una inversión y mucho menos como un derecho a garantizar”, señala Carolina Cáceres, secretaria general de la Asociación de Licenciados en Enfermería. Y a continuación plantea: “Buscan fragmentar al campo de la salud en general y generar una política de vaciamiento. Si no te reconocen como se debe, si las condiciones de trabajo son tan malas, te vas a otros sectores”.
Bajo esta premisa, muchos médicos se trasladan al sector privado, mientras que otras profesionales como las enfermeras se desplazan hacia rubros antes impensados. “Tengo compañeras que han hecho especializaciones, maestrías y hasta doctorados y terminaron en rubros ajenos. Algunas son cosmetólogas ahora”, cuenta Cáceres, que también se desempeña como miembro del Consejo Ejecutivo de la Federación de Profesionales de la Salud.
El reclamo primario de los residentes y concurrentes es que sus salarios sean acordes a la canasta básica familiar. Para tener referencia, al comienzo de esta lucha, los médicos y médicas residentes cobraban $300 la hora, trabajando hasta 360 horas, con guardias de hasta 48 horas sin descanso. En el presente, producto del reclamo, ese monto ascendió a $440: es decir, pasaron de 121 mil a 160 mil pesos mensuales. Buscan un piso de 250 mil pesos y la incorporación a la planta de nuevos profesionales. Los concurrentes directamente no tienen un salario y mucho menos acceden a derechos laborales.
Al respecto, Ortiz completa el panorama: “Los profesionales de la salud ya no eligen trabajar en el hospital porque los sueldos son muy bajos. Un enfermero recibido en la universidad cobra 90 mil pesos como mucho, un médico de planta puede estar ganando entre 140 y 160 mil pesos”. Como respuesta, lejos de escuchar el reclamo, el gobierno porteño opta por desguarnecer los servicios y especialidades. Al manejarse de esta manera, niega la posibilidad de acceso a la salud a buena parte de la población que no cuenta con acceso a medicina privada.
La enfermería la pasa peor porque ni siquiera está reconocida por la Ley de Carreras Profesionales (n°6035, de 2018), pese a ser una profesión transversal a todas las actividades y sectores del hospital. “Como estamos por fuera de esa carrera cobramos la mitad que todos los profesionales, aun teniendo el mismo nivel de formación. Accedemos a derechos totalmente restringidos y eso es discriminatorio”, advierte Cáceres que, como Licenciada en Enfermería y trabajadora desde hace 16 años en el hospital público, cobra un salario de 100 mil pesos por 35 horas de trabajo semanales. “Durante toda la pandemia reclamamos la inclusión y venimos peleando por eso desde hace cuatro años. Hicimos marchas, escraches, caravanas, de todo, pero Larreta sigue sin escucharnos”, agrega.
Desde la Asociación de Licenciados en Enfermería (en conjunto con gremios y otros espacios) impulsaron un amparo. La justicia le dio lugar con el objetivo de posibilitar su ingreso a la Carrera y regularizar esta situación, pero el gobierno porteño, fiel a su tradición, apeló el fallo que perjudica a las 11 mil enfermeras y enfermeros que trabajan en la Ciudad de Buenos Aires.
En un escenario de negligencia calculada, los pacientes afrontan filas de 10 o más horas de espera: se acumulan en los pasillos y con sus dolencias y afecciones, algunas veces, ni siquiera acceden a una silla para sentarse. Las trabas burocráticas, la espera para turnos y el papeleo infinito también contribuyen a un clima general de desesperación y nerviosismo. Y, con el aumento constante de las prepagas, el problema se agravará más.
Cada año se incrementa el porcentaje de personas que solo tiene cobertura del sistema público y, en simultáneo, disminuyen las cifras de las que poseen obras sociales, medicina prepaga o mutuales.
Como los salarios son tan bajos, muchos médicos (que se forman entre 10 y 15 años en la educación pública) abandonan sus puestos y se marchan al sector privado. Los que quedan resisten en la trinchera resolviendo situaciones de difícil manejo. “Las guardias están colapsadas porque no hay donde derivarlos y el personal que queda está excesivamente cansado con respecto a la carga laboral”, relata Ortiz. Desde esta perspectiva, Carina Goya, médica residente del Hospital Ramón Sardá, apunta: “No hay profesionales que quieran hacer las guardias porque están muy mal pagas. Hay hospitales que tienen tomógrafos, pero no tienen médicos que sepan utilizarlos. Las unidades coronarias y de neonatología del Hospital Fernández debieron cerrar porque no pueden funcionar. Para conseguir un turno para una hernia inguinal de un bebé, hay que esperar un año. Para salud mental, lo mismo”.