En 2002 Miriam Gattari era gerente de una compañía multinacional farmacéutica, tenía su oficina en el microcentro de la Ciudad de Buenos Aires. Un día cansada de el desgaste y la presión diaria de aquella vida, se paró delante de su jefe y le informó que no iba a presentarse más a trabajar y renunciaba para irse a vivir al campo.
Luego de ese día Miriam compró un lote de 20 hectáreas en el partido de Magdalena. El mismo tenía dos vagones, viejos y muy deteriorados, los cuales refaccionó para hacerlos habitables.
Su idea dio frutos ya que el resultado fue sorprendente, Miriam los convirtió en hospedajes que han logrado una gran fama para los amantes de la tranquilidad.

El proyecto de abandonar la comodidad, un sueldo estable e importante y una zona de confort privilegiada ocasionó un impacto local. Aunque viva sola y gran parte de las cosas las resuelva ella misma, tiene un equipo de soporte que la ayuda a mantener la delicada belleza de la naturaleza, y a este emprendimiento que es espejo de su radical cambio de vida.
Miriam afirma: «La idea la fui proyectando, no fue y no es fácil. Salir del sistema es una de las cosas más difíciles que existen”. “Cuando entré al campo, no sabía por dónde empezar, desconocía este mundo”.

Además asegura:“Fui aprendiendo, fue volver a nacer de nuevo”. “No extraño nada de la ciudad, cuando quiero voy, pero no veo la hora de volver», y afirma «entendí que la vida debía tener otro sentido”.
“Volví a ser yo misma”, sentencia. Las claves para el cambio de vida son claras y se pueden distinguir y compartir. El corte con la vida urbana se hace por etapas, gradual. “El traslado tiene que ser de a poco, es necesario que te aclimates”, afirma. “Yendo y viniendo, estar unos días y volver a la ciudad. No es fácil trasplantarse. La vida en el campo es sumamente diferente”, confirma. “Pero también te acostumbras porque ganás mucha calidad de vida”, aclara Miriam.
Caminos de tierra
Los 35 habitantes de El Porteño conviven en el ejido rural. Un camino vecinal de tierra, con algunos tramos en mal estado, presentan una escuela, y algunas casas. Son una gran familia. No existen comercios en el paraje. Un almacén ambulante visita el caserío todos los sábados llevando lo necesario.
“Es Norma, una genia”, afirma. Hace 30 años esta mujer de 75 años recorre los caminos vecinales del partido de Magdalena con una Ford F-100, que desafía la gravedad con volantazos que sortean las huellas profundas de los caminos de tierra. Detrás lleva un pequeño almacén con estanterías. “Nos trae lo esencial, cumple un servicio increíble para nosotros que no tenemos ni un kiosco”, describe Miriam.
Fideos, arroz, yerba, golosinas y bebidas. “A veces hasta vende milanesas”, asegura Miriam. La soledad de estos parajes necesita de curiosos personajes que descifran las necesidades de los habitantes de este silencioso universo rural.

“Se vive con mucho menos y eso está bueno. Con carencias también.”, aclara Miriam. La zona está atravesada por la napa de agua llamada Puelche, con alto contenido de arsénico. “No hay agua potable”, confirma. Igualmente, las familias que viven aquí, la beben. Es una gran deuda pendiente que incluye a todas las gestiones provinciales. “Lo recomendable es beber agua mineral”, aconseja Gattari.
Hay otras carencias: “No tenemos señal telefónica ni datos, la luz se corta seguido y los caminos están en mal estado”, completa el panorama. No obstante, para ella el saldo es positivo: “Me siento una mujer rural, y eso me enorgullece. Aprendí a hacer cosas que jamás pensé, como trabajar la tierra”.
Los dos vagones que se ofrecen como hospedaje cumplen con todas las expectativas. Son cómodos y tienen todos los servicios. “Les digo a los que vienen que no estén pendiente al WhatsApp”, sugiere Miriam. La experiencia que ella sintió al cambiar de vida, la quiere compartir.
Estos vagones que descansan alrededor de un mar de pasto están en un territorio al que cuesta etiquetar. El campo se presenta en su estado puro a pesar de ver hacia la noche los reflejos de grandes ciudades en el firmamento, el gran cordón hortícola de La Plata está a unos pocos kilómetros atrás. A la altura del campo de Gattari, el movimiento es propio de una ruta solitaria, casi ausente. “Aunque parezca cercano, es muy lejano”, reconoce.
¿Un ejemplo? Todas las noches al lado de los vagones y sin explicación aparente, cuando cae el sol, aparecen cientos de luciérnagas, iluminando intermitentemente la temprana oscuridad. “Baja el cielo al campo, todos los días”, afirma Miriam, como si esto fuera algo normal. Los contrastes con la ciudad, son inefables.

“Sólo 100 kilómetros me separan del Obelisco. Con la gente que vive ahí tenemos la misma cultura y el mismo idioma, pero todo cambia, la vida en el campo es muy diferente”, confiesa.
No quiere dejar de compartir su renacimiento. “Es necesario contar con recursos y saber qué vas a hacer en tu nueva vida rural”, aconseja. Las actividades son intensas cuando todo depende de la propia realización. Algunas señales ayudan a entender el cambio. “Si quiero nueces o nísperos, sólo tengo que caminar unos metros y sacarlos de los árboles”, dice. Y ya no tiene dudas: “No vuelvo más a la ciudad”.
Fuente: La Nación